Con toda seguridad el ‘Cuarto de Mutación’ es con diferencia el menos entendido de los 4 cuartos. ¿A qué tipo de transformación se podría estar refiriendo, no es cierto? Y es que nuestra idea de la ‘transformación’ y de lo que es ‘transformable’ es, también con toda seguridad, no sólo una de las cuestiones más homogeneizadas en el género humano, sino también la más dogmatizada.
Un dogma no es más que una manera racional de excusar y justificar la miseria humana, da igual de qué orden y procedencia sean.
A medida que vamos viviendo (incorrectamente) nuestras vidas, dejándonos guiar por la distorsionante ‘fuerza’ de nuestras razones, vamos inevitablemente acumulando rabias y decepciones, frustraciones y resentimientos, que con el curso de los años hacen que los peores dogmas de nuestros antepasados reafirmen su vigencia por la constancia que uno mismo tiene de ellos al comprobar el modo en que su vida se ha transformado, y el modo en que la experiencia de la vida ha ido transformando también la pureza del espíritu con el que uno nació un día.
El profundo estado de desencanto ante la vida y de vacío interior ante la muerte con el que se encuentra la mayoría de los que llegan a ‘viejos’, es seguramente uno de los elementos que mejor caracterizan la dificultad y el desafío de realizar el propósito inherente a cada una de las 16 puertas de este ‘Cuarto de Mutación’. Desde hace 4 semanas y durante todavía dos meses más, el Sol irá transitando cada una de estas 16 puertas, potenciando la aceptación o el rechazo del estado de cosas en ese ámbito particular de nuestra vida personal.
No hay nada que hacer al respecto, pues en el propio reconocimiento de lo uno y de lo otro, la transformación sucede… o no… y entonces sólo queda el sabor de la melancolía de cada cual.
Posiblemente el único otro cuarto comparable en su potencial para la melancolía sea el ‘Cuarto de la Civilización’, que es el cuarto del propósito realizado a través de la forma, donde encontrar una ‘salida’ ante los problemas (obviamente materiales) que presenta puede ser harto o más difícil todavía que en las cuestiones del espíritu. Y es que de la combinación de estos dos cuartos nace toda interacción entre la física y la metafísica, entre la materia y el espíritu, y ahí sí que, sin dogmas, los seres humanos no somos ‘nadie’.
Para ser ‘alguien’ y poder vivir sin dogmas hay que saber. Es decir, es preciso tener conciencia propia, y esa no te la pueden regalar ni la puedes comprar en el interminable mercado de variedades que es la vida social de los seres humanos, sino que es imprescindible tener la suerte de haber preservado algo del espíritu inicial con el que has nacido, y haber sabido además cultivarlo con cada paso que uno dio a lo largo de su trayectoria en la vida.
Es así que, paso a paso, se van forjando las convicciones propias de cada individuo. Pero la mente del ser humano ha venido confundiendo convicciones con dogmas desde el principio de los tiempos. Y bien que le ha servido al programa evolutivo ese truco cognitivo que mantiene la conciencia del ser humano atrapada en su propio ‘ghetto’ mental, siempre dispuesta a identificarse con la ‘elección’ que mayor solidez le puede dar a los mismísimos barrotes del miedo que, de manera invisible por el hábito mental, condicionan su percepción de lo que realmente es importante; la solidez de nuestra lealtad a lo que ya somos, que es lo que siempre fuimos, y nunca podremos dejar de ser.
Por lógica, si hay algo consistente en la percepción de un ser humano, debiera de encontrarse en la percepción que tiene de sí mismo como habitante único de la forma que le es propia, ya que la que tiene de todo lo demás es inevitablemente mucho más cambiante e inestable en las referencias que se le ofrecen. Sin embargo, seguimos educando a nuestros niños para que aprendan a confiar en nosotros, y hasta en los demás, más que en sí mismos, y les seguimos haciendo creer que sabemos cuando sólo ‘creemos’. De ese modo, inculcando nuestras ‘enseñanzas’ a quienes lo ignoran todo, acabamos por creernos que realmente alguna vez supimos algo.
Ay, las falsas ‘certezas’ de la mente humana, de cuánta devastación y de cuánta miseria son responsables. ‘Tanto todo para nada’, que decía el poeta. Pero en esa melancolía comienza también la revelación metafísica de que, más allá de la razón, hay conciencia en la simple y sencilla presencia del ser, sin necesidad de ponerle ningún tipo de mayúsculas que lo eleven sobre lo ordinario, porque la conciencia ES lo ordinario.
La conciencia SE manifiesta en lo cotidiano, o no se manifiesta, porque simplemente NO ESTÁ alineada con la forma con la que uno transita lo cotidiano. Ni necesariamente se la espera. De nuevo, ay, Pero, al fin, ¿de dónde habría de venir? Toda mutación comienza primero en la forma física de las cosas, y luego aparece reflejada en la conciencia que tenemos y que tomamos de ellas, y si no, pues entonces es simplemente que no.
El Sistema de Diseño Humano es un cuerpo de conocimientos que le da referencias terminales a la mente racional, donde llevamos acumulados todos nuestros miedos y apegos, para que pueda oponerlos todos al único dilema fundamental que sitúa la mente racional una y otra vez ante sí misma y ante la absoluta falta de convicción de sus razones, también llamadas ‘medias verdades’.
Sólo cuando la mente racional es capaz de comprobar ‘por sí misma’ la falta de fundamento real que hay en la percepción distorsionada que tiene de las cosas, como reflejo proyectado de su propio estado, descubre la realidad de nuestras verdaderas convicciones internas, sabias y capaces de definirnos sin necesidad de dar absolutamente nada ‘por supuesto’. Lo único que se requiere es estar dispuesto a dejarse guiar por las evidencias de la propia experiencia personal en lugar de ‘dar fuerza’ a nuestras razones identificándonos con ellas; aún cuando lo único que revelen sea la absolutamente lúcida ignorancia socrática de tener que decir ‘solo sé que no sé nada’. Y es que para amarse a uno mismo, no hace falta un motivo.
Alokanand Díaz del Río