Todos los seres humanos nacemos con una predisposición dual que condiciona nuestra existencia de principio a fin. De una parte, nacemos con la predisposición a diferenciarnos a través de la determinación bioquímica del sistema cerebral y digestivo que nutre y coordina las características más naturales y consistentes de nuestra forma, y de otra nacemos con la predisposición a ser condicionados y homogeneizados desde el mismo momento en que entramos en contacto con el entorno. Esto último nos arrastra psicológicamente a vivir en un estado de transferencia motivacional que nos hace despertarnos cada mañana con tan firme como falsa convicción de que todo sería más fácil en la vida si lográramos ser lo que no somos.
Un vivir sin vivir, vaya. Cuanto más tiempo hemos estado viviendo atrapados en este estado de transferencia, más tiempo necesitaremos para aprender a ‘desengancharnos’ de esas autovías neuronales que han quedado grabadas en nuestro cerebro desde nuestra más tierna infancia como rayaduras en los surcos de un disco de vinilo. La música que debería sonar es la de nuestro propio espíritu, y en su lugar suena la cacofonía de un mundo en el que no parece haber sitio para nosotros.
Se dice que el proceso de de-condicionamiento dura 7 años, pero no es algo que ocurra por sí mismo, sino que es un proceso que resulta proporcionalmente gratificante en función de la atención activa que le dedicamos. Para ello, hay ciertos elementos angulares que sirven de referencia constante, y que sirven de ayuda para aprender a anclarse cotidianamente en la frecuencia de nuestra firma individual. El único requisito para ello es la disposición a la auto-observación.